sábado, febrero 22, 2025
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La Noche de los mil arcoíris.

Por: Diógenes Armando Pino Ávila

Desde el Universo Mágico de la ribera del Río Grande de la Magdalena, este cuento donde trato de reflejar el problema de las inundaciones y la esperanza perenne del poblador de sus poblados de tener sosiego y solución a tal problema.

LA NOCHE DE LOS MIL ARCOÍRIS

A mis nietos, porque hacen posible que a mis años todavía tenga sueños de niño.

Sentado en un taburete el anciano escucha el intimidante rugido del río. Está inquieto. Mira con ternura a su nieta que inocente se columpia en el chinchorro. Pensativo, toma a pequeños sorbos el humeante café que le trajo su mujer. Con el sombrero se abanica. Trata de desprender de su cansado cuerpo el sofoco del sol recibido en la jornada de la tarde. Mira fijamente hacia la muralla que se perfila desde la ventana. La bestia se precipita desbocada detrás de la muralla que bordea al pueblo y que hace de muro de contención para que su desbordada corriente no arrase al mísero poblado. La niña detiene su columpiar; inquieta, también, escucha el rugido amenazador, y corre a refugiarse en las piernas del anciano.

—Abuelo, ¿qué pasa si se rompe la muralla? —pregunta la niña llena de aprehensión. El anciano siente que su cansado corazón se encoge de temor y un viento helado recorre su cuerpo. Trata de poner en sus pálidos labios una sonrisa para tranquilizar a la niña, incapaz de mentir a su nieta, disimulan-do su preocupación dice

—Se inunda el pueblo.

El eco de sus palabras lo escucha lejano, extraño, como si otro y no él hubiera pronunciado esas palabras. Siente en lo más íntimo de su ser la responsabilidad de la especie, el deseo imperioso de preservar sus genes, el impulso primario de salvaguardar, si no a la manada, sí sus crías. La niña entrecerrando los ojos, posa su mirada en la muralla y con voz débil inquiere

—¿Y nos ahogamos?

El anciano suelta el sombrero y acaricia en forma protectora los rizos de su nieta, y con la mirada perdida en la lejanía responde.

—No. Yo te sacaría nadando hacia la parte alta.

Repasa mentalmente el plan de evacuación que hace dos no-ches se trazó en secreto, previendo una catástrofe. La niña suspira aliviada, sonríe ante la respuesta del abuelo, pero lue-go su mirada se ensombrece.

—¿Y los demás niños? —vuelve a preguntar angustiada. El anciano siente que sus manos sudan, se dilatan las aletas de su nariz y su corazón cansado se arruga como un fuelle.

—Sus papás los salvarán —contesta con poca convicción.

—Abuelo, ¿qué podemos hacer para que el pueblo no se inunde?

El abuelo levanta la cabeza, mira el techo de palma del rancho donde vive. Observa las telarañas que cubren el caballete. Se entretiene viendo el columpiar divertido de una araña teje-dora. Sorbe distraídamente el poco café que queda en su taza; husmea en su interior tratando de desentrañar los designios del río en las figuras caprichosas que formaban los sedimentos del café.  Mira la faz morena de su nieta mientras contempla su inocente mirada. Y es justo ahí, cuando toma la decisión inaplazable de contar una historia que inventa mientras se la cuenta.

* * *

Había un pueblo parecido al nuestro en el que todos sus habitantes eran felices. Gobernaba un rey bueno que quería a los niños y por eso hizo una muralla alrededor del poblado, para que el río no lo inundara y los niños no se ahogaran. De ahí en adelante todos los reyes que llegaban se preocupaban por reforzarla para que no se rompiera. Pero un día subió al trono un rey malo y mentiroso que no hacía nada por la población, ni por sus gentes; tampoco se preocupaba por la muralla. La gente vivía inquieta por esta actitud, y todos los días los pobladores le clamaban que arreglara y reforzara la muralla, y como siempre él decía que sí, pero no lo hacía.  Esta situación se prolongó por años hasta que en un invierno el río aumentó su caudal más que otros años, poniendo en peligro la población.

El agua empezó a desbordar la muralla; la amenaza era tal que los moradores asustados, acordaron que esa noche los adultos no durmieran para que   montaran guardia en los sitios críticos; portaban unos enormes silbatos que harían sonar como alarmas si la situación se salía de control.

Esa noche, un niño humilde y bueno llamado Miguel no quiso tomar los alimentos. Su madre, por más que insistió para que comiera, no pudo convencerlo. El niño se acostó con hambre. Secretamente sabía que si se acostaba sin comer soñaría con su hada Madrina, y en su sueño podía pedirle cualquier deseo, y ella se lo cumpliría. Esa noche soñó con su hada: ésta  se le apareció en su sueño, vestida con un traje de cristal reluciente, adornado con luceros y estrellas y caracoles marinos.

—¿Cuál es tu deseo? —le dijo el hada, y él inmediatamente respondió sin ninguna duda:

—«Que mi pueblo no se inunde.

El hada sopesó el pedido y, moviendo negativamente su rubia cabeza, le dijo:

—Mis poderes no pueden contra las aguas del río, no te puedo ayudar.

  Lleno de desconcierto Miguel le respondió con decisión:

—Entonces, dame poder para hacerlo yo.

Ella levantó sus ojos al cielo, escrutó las estrellas por largo rato, después un poco pensativa mirando a Miguel le dijo:

—Sólo hay una cosa que puedes hacer —y guardó silencio.

—¿Cuál? —apremió el niño con impaciencia.

El hada se tomó su tiempo, sacó un peine de oro, con incrustaciones de zafiro, alargó el brazo, alcanzó la luna y como si fuera un espejo, se miró la cara en ella. Se peinó su dorada cabellera mientras pensaba.  Luego, dando un suspiro con voz cómplice, le dijo al oído:

—Todo niño tiene un ángel y cada ángel tiene un arcoíris, he ahí la solución.

 Miguel perplejo comentó:

—No entiendo.

 Entonces el hada sonriente le explicó:

—El arcoíris bebe agua de los ríos, pídele a tu ángel que mande a su arcoíris que se tome el agua del río, para que baje el nivel y no inunde al poblado.

Miguel radiante de felicidad dijo:

—Gracias. Llamaré a mi ángel para que llame a su arcoíris y este se tome el agua del río.

Miguel llamó a su ángel y le explicó el plan, el ángel aceptó y a su vez llamó a su arcoíris a quien le pidió que tomara la mayor cantidad de agua que pudiera, para que el río no inundara al pueblo.  El arcoíris se puso en la tarea, tomó, tomó y tomó agua, y su cuerpo de colores se empezó a engordar y se puso enorme, pero el agua del río no bajaba su nivel.

—Yo solo no puedo tomarme toda esta agua, necesito ayuda —dijo el arcoíris a su ángel

. El ángel buscó a Miguel por todos los vericuetos del sueño hasta encontrarlo y le dijo:

—Mi arcoíris no pudo tomarse toda el agua, pregúntale a tu hada, ¿qué podemos hacer?; un solo arcoíris no puede con toda el agua del río

Miguel llamó de nuevo a su hada, y le comentó lo que había pasado:

—Hada Madrina, ¿qué hago? El arcoíris de mi ángel no pue-de tomar el agua necesaria para que el río baje de nivel.

 El hada mostró sus relucientes dientes en una sonrisa de bondad y acotó:

—Haré que todos los niños del pueblo sueñen y vengan a tu sueño, –dijo el hada pensativa –lo demás lo haces tú.

Enseguida empezaron a llegar niños: todos los niños del pueblo hasta reunirse mil niños que soñaban el mismo sueño. Entonces Miguel frente a ellos dijo:

—Todo niño tiene un ángel, y cada ángel tiene un arcoíris, y los arcoíris beben agua; ayúdenme a salvar al pueblo.

Los otros niños no comprendieron sus palabras:

—¿Cómo lo podemos hace? —contestaron en coro los mil niños. Miguel les aclaró:

—Pídanles a sus ángeles que traigan sus arcoíris y que estos beban al mismo tiempo agua del río para que el nivel del agua baje y no nos inunde.

Los niños asintieron. Llamaron a sus ángeles y les pidieron que cada uno trajera su arcoíris; y estos los trajeron. Luego, fueron a la muralla, y los mil arcoíris, al mismo tiempo, comenzaron a beber el agua del río, y el río bajó su nivel, por lo que el pueblo no se inundó.  Cuentan los niños de ese pueblo que esa fue la noche más hermosa de sus vidas, pues en una noche, y al mismo tiempo, vieron el cielo adornado con mil arcoíris. Y la noche era azul, y roja, y verde, y amarilla, y de mil tonalidades, y de mil colores”

* * *

—¿Y qué pasó con el rey malo? —dijo la nieta.

—Ah —suspiró el abuelo, —el rey y su corte, huyeron para siempre, asustados de ver tanta luz y tantos colores, porque los malos le huyen a la bondad de Dios.

Terminada la narración la niña se durmió, el abuelo la acostó en el chinchorro y también decidió acostarse; sin embargo, no comió esa noche para poder soñar y llamar a su ángel por si acaso.

Cuento publicado en: La noche de los mil arcoíris. Primera Edición 2018

IBSN No. 978-958-48-4722-5


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